Fue exactamente a las 6:07 de la mañana del 3 de agosto de 2017 cuando recibí la llamada sobre la muerte de Kevin, esa llamada que ningún padre ni ninguna madre quiere recibir. Mi hijo, mi único hijo, había fallecido a los 27 años de edad por una sobredosis tras haber consumido opioides contaminados con fentanilo, una poderosa sustancia de la que yo jamás había escuchado antes.
En Kevin -la luz de mis ojos- albergaba yo mis mayores esperanzas.
Los dos policías encargados de documentar el fallecimiento de Kevin y la enfermera del hospital donde lo llevaron ya sin vida me dijeron que Kevin había muerto de una intoxicación. Fue por uno de esos policías que me enteré de la existencia del fentanilo, un opioide que es 50 veces más fuerte que la heroína y 100 veces más potente que la morfina.
Quiero compartir la historia de mi hijo para que otros jóvenes y personas que están luchando contra el trastorno por uso de opioides sepan que no están solos y que nunca es tarde para buscar ayuda.
Kevin Díaz-Guzmán era un joven creativo y talentoso. Tenía un corazón noble y era especialmente amable con las personas de edad avanzada. Era también un destacado estudiante. Debido a sus excelentes calificaciones, fue siempre parte del cuadro de honor de sus escuelas, desde la primaria hasta la secundaria.
De niño y adolescente, mi hijo nunca tuvo problemas de conducta ni en la casa ni en la escuela. Tenía amigos cercanos y mantenía buenas relaciones con maestros y compañeros. Era introvertido y hasta un poco tímido. Luego de conocerlo, la gente lo describía como “todo un caballero”.
Desde pequeño, Kevin mostró inclinación por el arte y tomó cursos con reconocidos artistas plásticos de Puerto Rico. Completó estudios de educación superior con especialidad en diseño gráfico y fue voz tenor en el coro de la universidad. Planeaba tener su propio negocio: un estudio de arte y diseño multimedia. Pero sus sueños nunca se cumplieron.
Yo sospecho que Kevin comenzó a experimentar con alcohol en su último año de escuela secundaria. Fue entonces cuando empezó a reunirse con un grupo de estudiantes con los que bebía, tal vez para sentirse aceptado.
En esa época, se hizo un poco más rebelde, diferente al niño tímido que había sido. Yo pensé que se trataba de una etapa pasajera propia de la juventud y no le di mucha importancia.
Más tarde, Kevin se fue a hospedar al área metropolitana de la capital San Juan para continuar sus estudios universitarios.
Supongo que fue entonces que comenzó a usar píldoras que solo se venden con receta, que había tomado inicialmente tras sufrir una lesión en los ligamentos del tobillo. Luego de sufrir esa lesión, me había dicho que iba a buscar un remedio para el dolor, pese a que yo le respondí que, con medicamentos de venta libre, como acetaminofén, paracetamol o Ibuprofeno, sería suficiente. Pero él insistió, diciendo que necesitaba algo más fuerte.
Kevin había comenzado con alcohol y cannabis, luego experimentó con cocaína, que es una de las drogas de mayor uso entre jóvenes y adultos de clase media-alta en Puerto Rico. Más tarde, comenzó su uso de opioides (los medicamentos Percocet y Tramadol).
En su lucha por lidiar con su enfermedad, mi hijo llegó a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos y tuvo varias sesiones con un psiquiatra en adicciones, quien le recetó Naltrexone, un medicamento para tratar el desorden por consumo de alcohol y de opioides. Sin embargo, a los 26 años, Kevin dejó de tomar este medicamento. Además, perdió mi plan de seguro médico y recurrió al plan médico estatal, cuyos servicios de salud mental y de seguimiento son pésimos. Ese fue uno de los factores determinantes en el desenlace.
Fue tras finalizar el primer semestre de su maestría en Gestión Cultural en la Universidad de Puerto Rico, cuando Kevin me confesó que creía tener un problema con su consumo de píldoras y que necesitaba un programa para desintoxicarse o un “detox”.
Mi hijo comprendió el peligro de su comportamiento cuando en junio de 2017 le informé alarmada que las muertes por el uso de opioides se habían convertido en una epidemia en Estados Unidos.
Mi idea era que Kevin se internara en un centro de tratamiento, pero eso le causó pánico. Yo le dije: “si tú no quieres ir a un centro de tratamiento, tú mismo vas a buscar cita con un psicólogo o un psiquiatra y vas a comenzar a tratarte”. En efecto, Kevin sacó sus citas y comenzó nuevamente sesiones con un psiquiatra a fin de tratar su desorden por consumo de opioides.
Justamente el día en que tenía una cita con un psicólogo, mi hijo murió.
Más tarde, tras una búsqueda en internet, me enteré de que el fentanilo fue introducido a Puerto Rico a finales de 2016 o principios del 2017. Y me enteré también de lo mortal que resultaba esa sustancia. Incluso 2 mg de fentanilo (que equivalen a poco más de dos granos de sal) puede ser una dosis letal.
Uno nunca está preparado para la muerte de un hijo. A pesar de que yo sabía que mi hijo bebía y estaba consumiendo opioides, yo no sabía la magnitud de su problema. Una de las características del desorden por consumo de sustancias es que las personas que lo padecen niegan la seriedad de su condición.
Además, existen muchos mitos, prejuicios y estigmas que hacen que las personas que sufren un trastorno por consumo de sustancias guarden silencio y no busquen ayuda. Se piensa que son “adictos” y que estas personas son las que deambulan por las calles. Sin embargo, cualquiera de nosotros puede tener un trastorno por uso de sustancias que mantengamos oculto para todos los que nos rodean. Así que no hay una apariencia o un aspecto particular en las personas con un trastorno por uso de sustancias.
Para salvar vidas, yo creo que la gente debe comenzar a hablar de estos temas. Debemos como sociedad sacar del closet el trastorno por uso de sustancias, que es como correctamente se le debe llamar a lo que muchos conocen como “adicción”, porque las personas que lo sufren no son “adictos”. Ellas y ellos son mucho más que eso: son padres y madres, hermanas y hermanos, hijas e hijos.
Cuando Kevin murió y di la noticia a mis conocidos, sin ocultar que había sufrido una sobredosis, la hermana de una amiga mía me dijo: “no digas eso, di que fue por un infarto”. Yo le contesté: “si eso fuera a traer de vuelta a mi hijo a la vida, yo lo diría muchas veces. Pero como eso no me va a devolver a mi hijo, yo voy a decir por qué murió. Porque yo quiero evitar que otros jóvenes mueran igual que murió mi hijo”.
Esta epidemia de opioides está clasificada como la peor epidemia de salud pública creada por el hombre en toda la historia de la medicina moderna. Esto es un asunto muy serio y yo creo que, en Puerto Rico, así como en las comunidades de habla hispana en Estados Unidos, no se está hablando lo suficientemente de este tema.
Debemos advertir sobre esta epidemia de sobredosis a los padres de adolescentes y jóvenes, así como a los familiares de personas con dolor crónico que estén utilizando medicamentos opioides. Hay que hacer énfasis en el potencial adictivo de estas sustancias y en sus riesgos que, como en el caso de mi querido hijo Kevin, muchas veces son mortales.
* Elba J. Guzmán, Doctora en Educación (Ed.D.), Consejera, Universidad de Puerto Rico-Arecibo.